Me dijiste: “vamos a cambiar el mundo Lunita”.
No fue un sueño, fue la realidad. Aún escucho tu voz, que un día me dio tanta seguridad.
Así fue como la promesa surgió: del mundo cambiar. No sé si lo vayamos a lograr, porque la vida nos ha separado, pero una promesa no se rompe jamás.
Últimamente te he visto en mis sueños, e inevitablemente llegan los pensamientos. No me lastimaré pensando si de otra forma pudo ser, aunque duela, sé que esta experiencia nos hizo crecer.
Aun así debo confesar: existe en mí un profundo anhelo por verte, aunque sea de lejos. Es la primera vez que cierro los ojos y no puedo imaginar el reencuentro, de dos personas que estando juntas no podían guardar silencio, porque se encontraban demasiado ocupadas resolviendo el misterio, de cómo pasar de ser desconocidos a inseparables cómplices, en tan poco tiempo.
Nos recuerdo recargados en las jardineras: hablando de todo, inclusive de la naturaleza. Por primera vez le conté a alguien de mis más grandes inseguridades: me sentí tan vulnerable, que mi mirada desvié al instante. Tomándome de la mano me hiciste saber que todo en mí estaba bien.
Marcaste mi vida, dejando un antes y un después de nuestra despedida. Con tinta indeleble escribiste tu firma en mi alma, creando un contrato con una sola cláusula:
“Cuando el tiempo pase, y nuestro recuerdo se diluya, sólo mira la Luna. Si prestas atención, escucharás el relato de nuestra historia, como la más dulce canción de cuna. No te aferres a ella, es sólo un susurro que te arrulla.
Descansa, y vive una vida como ninguna. Te prometo que cuando tu sueño sea eterno, ahí estaré, para abrazarnos como si fuera la primera vez”.
Sólo me queda darte las gracias, porque todo lo que me enseñaste, no lo olvidaré.
Y recuerda: si no logramos cambiar el mundo, por lo menos hay que dejarlo al revés.
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